Pedro Corzo
El golpe militar del 10 de marzo de 1952,
desencadenó en Cuba una serie de acontecimientos que derivaron en un proceso
insurreccional, que culminó con el establecimiento de un sistema político que
situó al país en pleno escenario de la Guerra Fría.
El golpe, de una manera u otra, afectó la vida de
todos los ciudadanos al extremo que es posible que si Fulgencio Batista y sus
acólitos no hubiesen producido el "cuartelazo", Fidel Castro no habría
tenido las oportunidades que le brindó un régimen que interrumpió un proceso
constitucional, en el que hubieran sido elegidos democráticamente cuatro
presidentes de manera consecutiva.
Pero Fidel Castro, que desde sus tiempos de
pandillero, contó con una pequeña corte de incondicionales, nunca disfrutó de
la confianza popular para lograr una de las muchas posiciones electas a las que
siempre aspiró, ya como presidente de la Federación Estudiantil Universitaria,
la presidencia de la Facultad de Leyes o Representante a la Cámara, esta última
se vio truncada por la acción que protagonizó el hombre del 4 de septiembre de
1933, nunca se vio respaldado por el voto popular.
Es de suponer que Castro recibió con agrado el golpe
militar. Sus muchos fracasos en las lides electorales le convencieron que
era más fácil luchar con las armas que participar en una contienda electoral en
la que el perdedor desaparecía sin gloria y el ganador, tenía que someterse
periódicamente a la voluntad popular.
Las nuevas condiciones políticas del país fueron el
caldo de cultivo para que Castro se proyectara a dimensiones qué ni sus
asociados más íntimos, eran capaces de imaginar. Su ambición desmedida, un
aguzado sentido de la oportunidad, la audacia que le caracterizaba, una absoluta
falta de lealtad a los compromisos contraídos, su tenacidad y talento político,
maduraron y fortalecieron en la medida que demandó el liderazgo que él mismo se
impuso y que logró gracias a su naturaleza cruel y despiadada.
Evaluando el ataque y la personalidad del individuo
que lo gestó y condujo, se puede concluir que fue una jugada arriesgada de todo
ó nada, un escalón más en procura de una imagen de héroe que todo lo podía y a
todo vencía y a quien la derrota solo servía como trampolín para otro combate.
Castro, que se había fogueado entre gánster, actuaba
como "guapo de pandilla", peleaba, corría riesgos pero estaba listo
para salvar la vida, su audacia era complementada con un aguzado sentido para
cambiar de bando en el momento oportuno, que nunca le falló en las traiciones
que le infligió a grupos como el MSR o a la UIR.
Le protegió el obispo de Santiago de Cuba, Enrique
Pérez Serante y más tarde el teniente del ejército, Pedro M. Sarriá Tartabull.
El proceso judicial al que fue sometido le fue favorable, habló todo lo que
quiso, acusó al régimen y dictó un documento de compromisos políticos que le
igualaban de un golpe, con los líderes políticos de la nación.
A pesar que el ataque al Cuartel Moncada fue un
rotundo fracaso por lo mal planeada y organizada que estuvo la operación por
quien después se auto titularía Comandante en Jefe, y a quien sus sicarios han
gustado presentar a través de los años como un excepcional estratega militar,
los sobreviviente del asalto han logrado imponer un régimen que ha llevado a
Cuba a la destrucción moral y material.
La crisis política que padecía la nación fue la
coyuntura ideal para que en el país se estableciera una dictadura
carismática-ideológica, al extremo que sería irracional negar que el primero de
enero de 1959 y los meses siguientes, fueron jornadas luminosas para la mayoría
de la población, mientras las minorías eran victimizadas.
Pero el terror y sus consecuencias, el miedo y la
parálisis social, no tardaron en difundirse. El país se fue hundiendo
económicamente. Se escindieron amistades y familias. La miseria, cárcel, exilio
y la muerte, fueron derivaciones que afectaron a toda la sociedad.
Sesenta años después del Moncada y a cincuenta y
cuatro del triunfo de la revolución, hay muy poco de lo que se pueda
enorgullecer el castrismo.
En la isla se ha establecido una nomenclatura que ha disfrutado sin
interrupción del poder absoluto, que ha degradado tanto a la nación que el
propio Raúl Castro, el otro arquitecto de la dictadura, no tuvo otra
alternativa que criticar públicamente.
Raúl, el hermano de Fidel, el hombre que ponía más argamasa en cada
ladrillo sobre el que se sostiene la estructura del totalitarismo, dijo: “Hemos
percibido con dolor, a lo largo de los más de 20 años de período especial, el
acrecentado deterioro de valores morales y cívicos, como la honestidad, la
decencia, la vergüenza, el decoro, la honradez y la sensibilidad ante los
problemas de los demás”.
La realidad es que la vagancia, irresponsabilidad, la vulgarización del lenguaje, las costumbres y la masificación,
exterminaron al ciudadano. La corrupción, el abuso de poder y el cisma
provocado por el sectarismo moral e ideológico impulsado por el castrismo,
han alcanzado niveles nunca imaginados.
El totalitarismo es el principal responsable de la casi generalizada
corrosión moral de la nación, en consecuencia no se puede confiar que un
proceso de Sucesión comandado por el dictador designado pueda conducir al
país a la libertad y la democracia.
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